Cross: Tarot Noir
Una novela negra iniciática. Sé el detective de ti mismo. Únete a los miles de lectores que ya han disfrutado de Cross Tarot.
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Cross, detective de la Compañía del ferrocarril, veterano de la Segunda Guerra Mundial, aborda una noche de frío y niebla el último gran tren de vapor; una bestia colosal que ha superado su propio tiempo. En sus profundas entrañas debe ponerse a las órdenes de la incalificable Frau Weber para resolver un asesinato.
El puzle de sospechas e intuiciones que teje Frau Weber llevarán a Cross (y al lector) a contemplar escenas turbadoras, cada vez más intensas y surrealistas, cuyo significado se revelará cuando el tarot entero haya sido desplegado en los dos mundos en los que vive.
Con un ritmo trepidante el autor nos sumerge en una fantástica historia en un mundo que siempre ha estado en nosotros.
Cross: Tarot Noir
Esta novela es la lectura, en tiempo real, de una tirada de Tarot a vida o muerte. El lector desvelará los misterios que se cruzan entre sus manos descubriendo, si se atreve, algunos de los que guarda tras su propia máscara.
Sobre el libro
Formato clásico
Clásico de tapa blanda
Formato Digital
Versión ebook (Kindle)
Liz la había parido hacía cerca de cuarenta años y no la iba a dejar marchar fácilmente. Nunca la había dado por perdida.
Ni siquiera cuando se fue a la guerra para no estar con ella.
Aún jadeaba agotada; había obligado a latir el corazón de Isabel durante una eternidad.
Ahora, en la ambulancia, lo hacían los dos sanitarios. Liz se repitió una vez más que
había llegado a tiempo. “¡Tres minutos!”, gritaba en su interior para silenciar el dato
exacto.“Sólo ha estado tres minutos sin respirar”. La primera lágrima se deslizó por su
mejilla.
La ambulancia llevaba mucho rato parada. El tren que pasaba tras la barrera cerrada no
se acababa nunca. Una parte de Liz, siempre despierta en segundo plano, había contado
setenta y tres vagones atravesando el paso a nivel, clong-clong. El hombre se apartó de
su hija y la mujer aplicó las palas cargadas sobre el pecho desnudo. El cuerpo de Isabel
se contrajo violentamente al recibir la descarga. Liz gimió.
No funcionó. Clong-clong. Setenta y seis.
Los sanitarios se miraron. El hombre subió la potencia y asintió con la cabeza. La mujer
colocó las palas de nuevo. Isabel volvió a saltar en la camilla. El pitido eléctrico del
corazón, el sonido más bello del mundo, comenzó cuando pasaba el vagón setenta y
ocho.
Para cuando el tren terminó de pasar Isabel ya estaba entubada, pero no había recuperado
la consciencia. Cuando arrancaron al subir la barrera, el hombre miró a Liz sentada en la
esquina, junto a la puerta. Los ojos grises, profundos, de la mujer le devolvieron la
mirada. Liz vestía como siempre un traje masculino negro. Llevaba la larga melena
blanca recogida en una coleta. Incluso allí parecía serena.
―Salió de Afganistán ―dijo el hombre―. Saldrá de ésta.
Pero el corazón de Isabel se detuvo dos veces más antes de llegar al hospital.
Horas después, la mujer levantó la mirada al sentir a alguien junto a ella en la sala de
espera.
―Te dejaste esto, Liz ―dijo el sanitario tendiéndole su manaza con un temor mal
disimulado. Hizo crujir la silla de al lado al acomodar su enorme corpachón.
Era el As de Espadas de su tarot. Aquel maldito día era la segunda vez que los arcanos
escapaban del mazo de Liz. No había pasado en décadas.
―Gracias Tom ―dijo la mujer―. No te preocupes. El As de Espadas no significa lo que
un veterano cree que significa.
El hombre sonrió. Conocía perfectamente las opiniones de Liz de los militares. Y tras
haber servido en Oriente Medio, compartía algunas de ellas. De las otras, ambos se
cuidaban mucho de no expresarlas frente al otro. A él le era fácil no discutir con Liz, no
vivía con ella; a Isabel no le habría sido tan sencillo.
―Yo no pienso, Liz ―dijo Tom― no tengo tiempo ni memoria RAM. Y eso de los
veteranos es lo que me dices siempre que saco la carta de la muerte. ― Tom perdió la
sonrisa antes de acabar la frase, Liz la recuperó del aire antes de que se desvaneciera del
todo.
―Es que ninguno de los dos significa lo que un veterano piensa que significan. Y
siempre te recuerdo, Tom, que no la llames la muerte. El Arcano XIII no tiene nombre.
El rostro del hombre reprodujo la sonrisa fatigada de ella como un espejo. Al menos le
demostraría que se sabía la lección. Que la escuchaba. Que la quería, como a su hija.
―Tú dices ―dijo Tom― que la… que el Arcano XIII es un misterio. Que habla de
desprenderse de algo porque otra cosa mucho más importante nos necesita para existir, y
que eso da miedo.
Como muchos otros habitantes del pueblo, y de los pueblos y granjas cercanos, Tom
acudía con frecuencia a que Liz le leyera el tarot.
―¿Qué significa el As de Espadas, Liz? Nunca me ha salido.
―Normalmente en las consultas no uso los cuatro palos, sólo los veintidós Arcanos
Mayores. Aún no sé qué viene a decirme el As de Espadas, Tom. Veo lo mismo que tú.
Una espada que se levanta, y ahora no quiero ver nada más.
Tom se giró volviendo a hacer crujir la silla y tomó las manos de Liz, arcano incluido,
entre sus manazas
―Isabel saldrá de ésta ―dijo con absoluta confianza.
―¿Cómo estás tan seguro, Tom? ―preguntó ella, liberando una mano y limpiándose las
lágrimas que volvían a fluir. ¿Ahora eres tú el vidente? ―dijo riendo.
―No necesito ver el futuro. Leo muy bien el pasado. Fui con tu hija al instituto. Hice
con ella la instrucción. Serví con ella. La conozco; crece cuando hay pelea. El As de
Espadas va con ella.
“Me temo que es más como yo de lo que piensas, Tom”, se dijo Liz. Dejó el naipe en su
regazo y volvió a tomar las manos del hombre.
―Gracias por traerla, Tom. A ti, a Alice y a David
―Tú la mantuviste viva antes de que llegáramos ―dijo Tom―. Trabajo de equipo, Liz.
No la dejaremos marchar.
Pasaron varias horas hasta que la dejaron entrar y sentarse al lado de la cama de su hija.
Isabel yacía medio incorporada entre aparatos, cables y tubos, en un círculo de luz.
“Coma inducido”. Había dicho el médico de guardia. “Vamos a dar tiempo a su cerebro
para que se recupere”.
―¿Cuánto tiempo cree usted que estuvo su hija sin respirar? ―había preguntado el
médico.
―Tres minutos.
Era mentira. Había sido un día de tiempo lento, inacabable. La ambulancia había tardado
una eternidad en llegar mientras ella, agotada, obligaba a latir al corazón y a respirar a
los pulmones de su hija. El tren había tardado una eternidad en pasar tras la barrera
cerrada. Liz decidió con toda su voluntad que Isabel había estado tres minutos sin
respirar. Sabía que tres minutos sin oxígeno en el cerebro eran una cifra aceptable para
su hija. A partir de ahí dejaba de serlo muy rápidamente. Liz no miraría aquella parte de
ella misma siempre despierta, alerta a todo, contándolo todo, recordándolo todo.
La luz iluminaba el torso conectado de Isabel. Liz escuchaba con el estómago revuelto
de miedo el ruido del respirador y el del monitor cardiaco. La vida de su hija colgaba de
aquellos aparatos; quería escapar y ellos la sujetaban. “¿Cuánto tiempo te retendrán
conmigo?”, se preguntó. Sentada en el sillón, Liz se pasó un dedo por la mejilla húmeda
y bajó la mirada al dorso del As de Espadas. No quería mirar en su memoria, pero ahora
necesitaba la mente clara y lúcida.
―Hora de ser valiente― se dijo. Se irguió, suspiró y cerró los ojos. Liz dejó que el As de
Espadas se dibujase en su interior. Contempló en su mente la mano que surgía, enérgica
y explosiva, empuñando una enorme espada roja que ascendía y atravesaba una corona
vacía. Dos ramas recién cortadas colgaban dentro de la corona. Habían empezado a
secarse. Chispas onduladas de luz salían de la espada, la corona y las ramas hacia los
márgenes, animando la escena. La mano llevaba tatuado “HOLD” en los nudillos y
“FAST” en la hoja de la espada. Lo había escrito ella hacía muchísimo tiempo, cuando
aún esperaba que su padre regresase. El arcano transmitía una acción tajante, decidida,
sin vuelta atrás. Un mensaje similar al que daba el Arcano Número XIII que Tom había
evocado en la sala de espera; “La Muerte” para cualquiera con ojos.
―Todos los arcanos mayores tienen su nombre escrito menos éste ―decía Liz a sus
clientes cuando sacaban el Arcano XIII. Los clientes se esforzaban en creerla mientras
el esqueleto los miraba y hacía rodar cabezas con la guadaña.
Durante años Liz se esforzó para explicar que el Arcano XIII no lleva su nombre escrito
porque indica un tiempo sin nombre.
―Es lo que pasa cuando aún no eres quien debes ser y ya no puedes seguir siendo quien
eras. Debes descubrir tu nuevo nombre, tu nueva vida en el mundo y dejar marchar el
pasado.
―¿Pero… alguien va a morir de verdad? ―solía ser la pregunta que la hacían a
continuación.
―”Claro cariño, tú: el idiota sordo que llevas dentro” ―se quedaba con ganas de
responder.
Llevaba muchos años instalada en el pueblo. Había tenido tiempo para educar a sus
clientes, pero hasta Tom, uno de los más espabilados, cedía a la tentación de llamar “La
Muerte” al Arcano XIII. Liz ya lo aceptaba. En realidad tenían razón, era más sencillo
que “Arcano XIII”. Ella misma había aceptado “Dios” para “No tengo ni puta idea”.
―Dios, Dios, Dios, no te la lleves, no te la lleves, no te la lleves.
―No. No lo pidas en negativo ―le decía la parte siempre atenta en su interior. ―La
mente no entiende el No
―Dios. Déjala conmigo. Déjamela. Déjamela. Déjamela.
Aquella mañana Liz conducía su viejo Mercedes negro a toda velocidad. Llegaba tarde a
la primera lectura. Vio venir al tren y aceleró para atravesar el paso a nivel. No lo logró.
El frenazo volcó el bolso y dos cartas cayeron al suelo. La Muerte la miraba ante la
barrera cerrada. Clong-clong. El otro arcano había caído bocabajo. Liz no perdió el
tiempo en girarlo; conocía sus cartas hasta del revés y aquella era, precisamente, la que
le daba la vuelta a todo. La lectura era clara. Dio la vuelta aterrada y regresó a casa a
toda velocidad.
En el sillón de la habitación del hospital Liz se balanceaba en trance al ritmo de las
máquinas; el ritmo de la vida de su hija. La mujer se sumergió en su memoria. Tardó un
rato en dejar atrás los acontecimientos del día, que cabían en una palabra hinchada
contra el interior de su pecho: angustia. La angustia del regreso a casa, la de encontrar a
Liz y tratar de mantenerla viva, la angustia de la ambulancia, la del tren inacabable y la
de la cifra exacta del tiempo que Isabel había dejado de respirar, muy superior a tres
minutos.
Tardó pero lo consiguió. Liz se hundió como una piedra en el trance, dejó atrás las
imágenes aterradoras que flotaban en la superficie y encaró los dos Arcanos. Abrió su
ojo interior y observó las cabezas coronadas, recién cortadas por la media luna de la
guadaña del Arcano XIII. Contempló la corona en la que penetra la espada del As.
Escuchó el ruido metálico del chocar de los dos aceros, tan claro y rítmico como el del
corazón y la respiración artificial de Isabel, rítmico y equilibrado como el traqueteo
inacabable de las ruedas del tren. Clong-clong.
―Ayúdame ―le pidió al as de espadas―. Tráemela. Me lo debes y dejaré de odiarte.
Encuentra su nuevo nombre y tráemela.
Tras apartar la niebla
con su imponente masa oscura de muchos pisos de altura, la locomotora da un pitido
largo y agresivo que desordena el íntimo aparejo de los huesos del hombre.
―¡Joder! ―gruñe entre los dientes apretados. El susto ha empeorado la jaqueca y la
humedad que lo cala.
Taconeando, helado, con las manos en los bolsos y el sombrero embutido hasta el cuello
de la gabardina, el hombre eleva la mirada para ver el castillo de la máquina en la cima.
No puede. Además de la niebla, el espeso vapor que exhalan los colosales cilindros de
los pistones se lo impide. Es imposible ver más allá de las ruedas que parecen norias
atravesadas por bielas de acero casi tan anchas como alto es él. La cabina está muy por
encima de laberintos de mangueras y planchas remachadas que apenas vislumbra entre el
vapor y la niebla. Lo que sí ve perfectamente, es que la bestia de hierro y vapor odia
detenerse. Cada metro ha sido una agonía, cada ruido mecánico un gruñido, un lamento
y una advertencia al hombrecillo congelado por el que para.
Al fin, tras un profundo quejido metálico, el monstruo se detiene completamente. El
hombre también suspira. No le gusta el frío de la noche ni la niebla que le empapa los
huesos. Y no le gusta la locomotora más grande que ha visto en su vida.
La sólida escalera vertical de hierro que ve ante él tampoco le gusta, no se ha hecho para
pasajeros sino para maquinistas, fogoneros y gente así de recia. El hombre de la niebla
no es flojo, pero aterido, debe darlo todo para subir con la jaqueca clavada en la nuca; le
han ordenado presentarse al maquinista. Los peldaños de hierro están separados por
unos dos pies y medio. Agotado, decide dejar de contar en el décimo.
Mucho más arriba, sobre la plataforma, el exhausto escalador echa en falta dos peldaños
más cuando descubre que apenas llega al vientre del maquinista. El viejo titán lo estudia
a la luz de un farol con fastidiado desinterés. Deslumbrado, el hombre apenas ve una
espesa barba blanca bajo dos ojos de carbón. El gigante respira como su máquina,
echando el humo de una enorme pipa negra. Sus ojos brillantes repasan al viajero
lentamente, de arriba abajo, a la luz ámbar del farol. Lo estudia en silencio como a una
pieza a ajustar en alguna parte no demasiado importante. Un minuto más tarde baja el
farol y se lo tiende al hombre señalándole, con un gesto de la barbilla, la puerta por la
que acaba de entrar.
―Soy Blaise Cross… el investigador. Me manda la Compañía ―dice el hombre.
Imperturbable, el maquinista sigue sosteniendo el farol en silencio hasta que el hombre
lo recoge de su mano. El gigante ya ha colocado y olvidado la pieza Blaise Cross en el
orden cósmico; se da la vuelta, agarra una gran rueda roja de hierro con sus dos
manazas y empieza a moverla.
El silbido alegre del vapor aliviando la presión de las calderas no es buena señal. Cross
deja el farol en el suelo, agarra los pasamanos y, de espaldas, comienza a bajar la
escalera que tanto le ha costado subir. Le quedan veintidós peldaños que no quería haber
contado. En el segundo, con el farol ante los ojos, lee la inscripción grabada en su base:
“Non casu tu hic es”. “No estás aquí por casualidad”, le traduce el aplicado Virgilito
interior que cultivó en su adolescencia. Que Cross sepa, ése no es el lema de la
Compañía.
La bestia cambia la respiración y el vapor bufa por debajo de él, así que Cross deja el
latín, agarra el farol y acelera el descenso. La palma de las manos y las plantas de los
pies se vuelven muy sensibles a lo que está pasando bajo las planchas de hierro. Con una
mano ocupada, Cross pierde pie un par de veces, pero su agarre es firme. El tatuaje
“Hold Fast” casi ha desaparecido de sus anchos nudillos, pero su significado sigue ahí.
Cuando los peldaños se acaban Cross salta sobre las piedras picudas y corre hacia los
vagones. El monstruoso ténder acoplado a la locomotora con el agua y el carbón es tan
grande como ella. A su lado, el quejido metálico y ordenado de cientos de piezas
despierta recorriendo todo el tren como una serpiente mecánica. El silbido de la bestia
entre la niebla calma a Cross. Por fin deja de esperar que el destino sea otro y acepta lo
que le viene.
―En movimiento ―piensa con su optimismo de trinchera―, el primer vagón llegará
antes.
Por fin deja atrás el ténder, pero el primer vagón es un coche correo con las puertas
cerradas. No le sirve. Agitando el farol con cada paso, Cross ve por el rabillo del ojo
grandes escamas agitándose sobre músculos que se desperezan. Pragmático, Cross
cambia el farol de mano para evitar distraerse mirando cosas que no le convienen.
La puerta del primer vagón de pasajeros no le sirve: está muy lejos, cerrada, y con los
peldaños recogidos. El investigador se detiene, agotado y decide esperar a la próxima.
Un grito amortiguado le hace levantar la mirada. Una luz moviéndose arriba y abajo se
acerca. Cross responde con su propio farol.
―Le veo ―grita una voz―. Tranquilo, caballero. Primero deme el farol, agárrese al
pasamanos y luego deme la mano. Tara arranca despacio.
Entre la niebla, Blaise Cross entrevé una silueta asomada a la puerta muy por encima de
su cabeza. Avanza sobre las piedras y levanta el farol; cuando su peso desaparece, Cross
se agarra al pasamanos con todas sus fuerzas. Inmediatamente la velocidad del tren le
alarga las zancadas.
―Despacio, las narices ―se dice.
La mano del hombre, pequeña pero recia, aferra la suya, tira con gran fuerza y lo hace
volar hasta un altísimo peldaño metálico. Una vez a bordo, el investigador se incorpora y
suelta la mano, que el hombre agita con vigor silbando entre dientes.
―Gracias, amigo ―dice Cross a la silueta que lo ha ayudado en la oscuridad.
―No hay de qué, caballero. Sígame, por favor. Creo que ya nos hemos dado la mano
¿verdad?.
―Espero no haberle hecho daño.
―Nada que no se arregle en un par… de semanas ―dice el otro sin dejar de agitar la
mano en el aire―. Sígame, por favor.
El hombre comienza a subir peldaños que ilumina con los dos faroles. Uno ante él y otro
detrás, alumbrando a Cross, que lo sigue mientras oye la puerta cerrarse a su espalda. Se
encuentra en una retorcida escalera de caracol de peldaños, pasamanos y paredes de frío
hierro negro. Se da cuenta de que ha perdido el sombrero. “Mierda, era un buen
sombrero”, piensa mientras sube durante mucho más rato del que debería hacerlo. La
jaqueca le hace reducir el ritmo y pierde de vista a su guía. “Tampoco me voy a perder”,
se dice Cross resignado.
La parte de Cross que lo cuenta todo llega, estupefacta, al peldaño cien. Allí la escalera
se abre a un pequeño vestíbulo de paredes de hierro negro remachadas de no más de diez
pies cuadrados. Amarillentas bombillas de bulbo iluminan escasamente el lugar: una
especie de garita de guardia del torreón acorazado que acaba de escalar.
Los dos faroles están sobre una mesa metálica abatible que divide, como una barrera, la
estancia en dos. A un lado está la escalera por la que Cross acaba de llegar, al otro, una
sólida puerta de hierro negro. La puerta se abre y su guía aparece con un grueso libro
bajo el brazo que coloca sobre la mesa. A la luz amarillenta de las bombillas Cross
contempla a un joven alto y fuerte con el traje de mozo de tren: camisa blanca, pantalón
azul marino, casi negro, y chaleco del mismo color con una hilera de botones dorados.
Lleva un sencillo gorro sin visera con el doble escudo de la Compañía. El mozo es
dueño de una dentadura de anuncio que maneja con encanto.
―Bienvenido a bordo ―dice a Cross―. Yo soy Morgan, el mozo del tren. Permítame un
momentito para registrarlo.
―”Un poco mayor el mozo. Éste se afeita hace rato”―se dice Cross mientras decide que
aquella garita de paneles de hierro, al final de una escalera estrecha, es fácil de defender
de incautos por alguien decidido y bien armado. El enérgico mozo que le cierra el paso
bien puede ser el alguien. Y él mismo -achica la mirada-, el incauto.
Mientras Morgan abre el libro, Cross reconoce el terreno con discreción apretando los
dientes sin darse cuenta. Aquel gesto frecuente le ha dejado la mordida de un perro de
presa que le abulta la cara delgada y seca. Las finas cicatrices, escritas por todo el
pergamino de su dura jeta, le tatúan sin palabras el mismo lema desgastado que lleva en
los nudillos. Los pequeños ojos grises, vivos y muy separados, brillan con el dolor de
cabeza que arde tras ellos.
―¿Destino, caballero? ―pregunta el joven sonriendo con la pluma sobre una línea vacía
del gran libro abierto sobre la mesa.
Cross mira el libro sin comprender.
―Soy el investigador ―dice―. Me manda la Compañía. Me esperan.
Sonriendo, el joven saca su reloj del bolsillo del chaleco.
―Lo esperábamos dentro de una hora, señor De Vargas.
Cross arroja su placa dorada, roja y azul marino, casi negra, “Railway Police TRT”,
sobre el libro. El mozo se sorprende al leer el nombre y el número grabados. Los
escribe en el libro mientras declama en voz alta, muy alta, con perfecta dicción.
― ¡Señor Cross!, ¡B. Cross! ¡Investigador del Departamento de Sucesos de la
Compañía!
Cross achica más los ojos y busca discretamente el tacto de la cachiporra en el bolsillo.
―¡Disculpe señor Cross! ―exclama como si Cross se hubiera vuelto sordo―, pero
esperábamos al señor de Vargas.
Cross responde en idéntico tono y velocidad, para beneficio de quien está escuchando en
alguna parte.
―¡Don Rodrigo de Vargas está muy lejos de aquí, me temo! ¡Tendré que bastarles yo!
Una pequeña trampilla se abre junto a la cabeza del mozo. Cross se asusta, recula hacia
la escalera y echa las manos a los bolsos de la gabardina. Un silbato dorado emerge
marcial, vibrando en el aire, al extremo de un tubo retráctil. La cosa emite una melodía
inquisitiva de tres notas cortas y un vaporcillo gris que huele a manzana.
―Por lo visto ―dice Morgan bajando el tono pero manteniendo una dicción
impecable― tenemos un problema, señor Cross. No hay orden de parar aquí a recoger a
nadie. ¿Puede explicarlo?
Cross contesta al silbato sintiéndose un poco imbécil.
―Ustedes me han llamado y han parado para recogerme… No entiendo.
El pito chifla un gas rojo intenso y dos notas cortas y graves. Lo repite tres veces y
desaparece de nuevo en la pared.
El joven anota algo más en el libro
―Cierto. No hay ningún problema ―traduce los silbidos.
Cross, poseído por un don pentecostal, rechaza la traducción del mozo. Morgan,
encantador, le desliza la placa sobre el libro con una cálida sonrisa y una inclinación de
cabeza.
―Nos alegramos de tenerlo a bordo. ―Sonríe mirando el suelo detrás de Cross y
ocultando la otra mano bajo la mesa.
―“Tahúr”―piensa Cross.
El investigador sabe que no hay nadie a su espalda. Va a estrellar la cachiporra de cuero
y monedas que aprieta en el bolsillo en todos aquellos dientes cuando algo le acaricia el
tobillo. Helado, Cross baja la mirada sin poder evitarlo. Un enorme gato negro muy
despeinado, con cara de mal bicho y de mucha confianza en sí mismo, lo mira con unos
ojazos amarillos que ya lo han visto todo. Cross sabe que ya es tarde para jugar su
mano. Morgan, que también mira al gato, no saca la suya de debajo de la mesa. Si lo que
el truhan esconde allí hace bang, el as de bastos-oros del bolsillo de Cross ha perdido la
partida.
Cazado entre un gato callejero y un novato, el investigador maldice su suerte en silencio
mientras el gato sigue su camino, rabo en alto, con andar perdonavidas. Pasa rozando la
pernera de Morgan y se esfuma por una gatera en la puerta de hierro. Morgan vuelve a
colocar ambas manos sobre el libro.
―Todo en orden. Parece que ha subido usted solo.
―¿Yo solo?…
―Ratones.
Por primera vez, Cross encuentra la sonrisa del mozo inquietante.
Mientras escribe, Morgan frunce el ceño y vuelve a mirar la escalera. Cross se gira
bruscamente al escuchar a alguien subiendo. Imposible. Aferra la blackjack y enfunda
los dedos de la otra mano en la nudillera de hierro.
Abajo, en el pasadizo oscuro se encienden dos brasas brillantes. Cross atisba una frente
amplia y unos pómulos anchos y tensos ascendiendo hacia él con ruido metálico. De
pronto, comiéndose el tiempo y la distancia, la oscuridad expulsa la forma de una mujer
espectacular plantada ante él con las piernas separadas.
Un largo abrigo de piel cuelga de su hombro como un trofeo de caza, un cigarrillo
apagado yace entre sus labios. Lleva un vestido de noche ceñido, escarlata, con los
hombros desnudos. “¿Cómo ha logrado subir al tren?”, se pregunta Cross boquiabierto
fijándose en sus taconazos. La larga melena caoba de la mujer, suelta, y enmarañada, se
come la luz. Al caerle sobre el rostro oculta sus ojos pero no su gran sonrisa, que se lo
come todo.
―¿Permiten, caballeros? ―Pregunta con voz ronca y espesa.
Aún mareado, Cross, caballero, permite. Suelta la nudillera, se lleva la mano izquierda al
sombrero que ya no tiene y pega su espalda a la pared para dejar pasar a la dama.
La mujer baja la mirada por el cuerpo de Cross. La entrepierna tensa del investigador la
busca entre los faldones abiertos de la trinchera. Blaise Cross se enciende como una
guindilla y suelta la porra intentando aflojar la erección por simpatía. No funciona. La
mujer gira de espaldas para pasar ante él. Aprieta despacio un glúteo mullido y tenso
contra el firme obstáculo. Se detiene en el vértigo que hay antes del otro, gira la cabeza
llevando su boca a centímetros de la de Cross, acariciándole la cara con la melena. Su
cabello huele a humo, y el aliento a flores recién cortadas.
―Lo veré más adelante ―susurra, y aprieta un poco los glúteos―. Siga ese norte,
soldado.
La mujer sigue caminando y saluda al mozo.
―Morgan.
―Doña Blanca ―responde el mozo inclinando la cabeza.
Cuando la puerta se cierra tras el abrigo a la espalda de la mujer, el mozo abate de nuevo
la mesa.
Morgan sonríe con alivio juvenil colocando ambas manos sobre el libro.
―Así que por eso hemos parado ―dice― Creía que ella estaba en el tren.
―¿Quién es? ¿Cómo ha subido? ―pregunta Cross.
Morgan suspira. Saca una botella de coñac por arte de magia.
―Acaba usted de conocer a la Dama Blanca, señor Cross. Todo en ella es un misterio.
Un misterio que, por cierto, aclara el de su presencia.
Cross no entiende nada. La jaqueca, aliviada por falta de flujo sanguíneo en el cerebro,
regresa con fuerza cuando la erección desaparece.
―Deberían llamarla la Dama Roja -señala.
Morgan pierde la sonrisa. Mira con atención a Cross.
―¿La ha visto roja?
―Lleva un vestido rojo
Morgan no sonríe.
―Por supuesto.
Cross rebobina las imágenes registradas en su memoria. En la película, las paredes
siguen siendo negras, la propia mujer sonríe en blanco y negro. No hay más color en la
escena que el resplandor ambarino anaranjado de sus ojos, que Cross sabe perfectamente
que no ha visto.
―No es posible entender el misterio de Doña Blanca, señor Cross ―dice Morgan
cerrando el libro―. Pero esta noche no hay duda de que el de ella explica el suyo. Jonas
ha parado para recogerla y usted ha podido subir.
―¿Cómo ha subido detrás de mí?
Morgan no responde. Señala el coñac con la mirada.
Cross recapitula la noche. Recibió la llamada de madrugada al final de su guardia. Sin
duda alguien olvidó llamar también al tren. A pesar de todo, las estrellas se han alineado
para que él esté a bordo. Mucho alineamiento astral le parece a Cross, que no ha tenido buena estrella en su vida. Necesita dormir y recomponer la baraja caótica de su mente, algo que no va a poder ser.
Cross mira al coñac. Eso sí puede ser. Lo levanta de la mesa y lo apura de un trago.
―Bueno, ¿verdad señor Cross? ―inquiere el mozo.
―Excelente, Morgan. Muchas gracias.
―Ahora, si es usted tan amable, haga el favor de seguirme.
El joven, con gestos seguros, guarda la botella y la copa en una estantería en el hueco de
la mesa abatible. Recoge los faroles y el libro y cierra la mesa, que se funde en la pared
como un panel más. Entonces, Morgan aprieta un remache cualquiera en una extraña
secuencia de pulsaciones. Como respuesta, varios paneles se desplazan dejando ver otra
escalera espiral.
Morgan se mete dentro con el libro bajo el brazo y un farol en cada mano.
―Sígame, señor Cross.
La escasa luz amarilla gotea de unas pocas bombillas. Cross desciende junto a decenas de tubos parcheados y sucios.
Mareado por el giro a la derecha y la jaqueca, cree que escucha el traqueteo de las ruedas
sobre su cabeza. Imposible. Pero como lleva contados – a su pesar-trescientos peldaños,
se encoge de hombros aceptando que el choque atómico de dos imposibles pueda
generar una realidad.
Por fin, tras un vestíbulo completamente tapizado de tuberías, llaves e indicadores, el
investigador llega a una pequeña compuerta ovalada en la pared metálica. Tiene que
agacharse y levantar los pies para entrar.
Morgan lo espera en la penumbra junto a una forma oscura. A la luz de los dos faroles
del mozo, Cross descubre que se trata del frontal de una locomotora T1, la gran bestia de
vapor de la compañía… salvo Tara, que es como cinco T1 envueltas juntas. Cross se
pregunta si los ciento veintidós pies de largo de la locomotora estarán ahí detrás en la
oscuridad.
Sobre la sólida quilla de la T1, un ariete de diez pies de alto, Cross atisba la cabeza
abombada con el gran ojo dormido del faro. Le recuerda un púlpito. El mozo lo urge a
cerrar la puerta. Cross obedece. La estancia se oscurece aún más y, para su sorpresa, el
escandaloso traqueteo del tren queda fuera del cuarto. El lugar es tan estable y oscuro
como una cueva.
Un par de folios flotan perezosos hacia el suelo sucio. Sobre las paredes de hierro, Cross
entrevé metros de tuberías y serpentines de metal cubiertos de polvo de carbón y
telarañas barrigudas. Llaves, relojes y silbatos exhalan vetas de vapor que no dejan el
menor calor en la estancia helada. Como ellos, Morgan y Cross sueltan nubecillas con
cada bocanada.
Un sonido grave se sobrepone a los rumores del cuarto, un ronroneo profundo y
satisfecho. Al levantar la vista, Cross encuentra su origen en la cabeza del gato asomada
sobre el faro. La acarician unos dedos muy largos y delgados. Dos brillantes esferas
amarillas se abren y perdonan la vida al investigador y a saber algo que él no sabe. Tras
estudiar a Cross un par de segundos, el bicho vuelve a cerrar los ojos despacio y a
dejarse querer.
―Buenas noches caballeros ―se presenta tras el gato una voz de potente acento alemán.
A Cross le urge el impulso de cuadrarse.
―Frau Weber, le presento al señor Cross. Investigador de la Compañía. Señor Cross,
Frau Weber. Ella es la jefa del tren.
Un clic apagado arroja desde el techo una cascada de luz. Tras parpadear deslumbrado,
Cross logra enfocar el busto de la mujer en la cima de la máquina. La altura y los
anteojos negros la otorgan una mirada que corta el alma de Cross, extiende la piel de sus
mentiras y expone el nervio de sus secretos. Y sin dejar de acariciar al gato.
―Frau Weber ―dice Cross reprimiendo con esfuerzo un taconazo y una cabezada.
La mujer lleva un moño clavado con dos agujones. El rostro alargado y severo, de frente
ancha y boca grande tiene un aire caballuno. Se gira hacia Morgan, ya subido en una
escalera de hierro a su lado, y lee el libro de registro que le sujeta.
―Don Rodrigo me envía a usted en su lugar ―sentencia la mujer.
―Eso me temo.
Morgan deja el libro ante la ella, que pasa un dedo sobre sus líneas. Cross duda de que su
generosa pechuga, apretada en un tenso jersey de lana negro de cuello alto, le permita
leer algo.
Frau Weber levanta la vista a un reloj de estación que cuelga frente a ella. Al menos doce agujas avanzan a velocidades distintas en sentidos opuestos.
―Esperábamos a Don Rodrigo dentro de tres horas. Esto requerirá otra investigación.
―Mira a Morgan y el mozo asiente―. En cualquier caso, me alegra verlo a bordo,
señor Cross.
Cross no la cree.
―¿Hay otras investigaciones en marcha? ―pregunta con el ceño fruncido.
Frau Weber toma aire antes de contestar. El jersey de lana da su máximo.
―Este es un tren especial. Aquí pasan cosas especiales todo el tiempo. A usted sólo le
compete una de ellas.
―Permítame, Frau Weber, que sea yo quien decide eso.
Frau Weber abre la boca para contestar, pero varios pitos desafinan a la vez notas y
vapores urgentes. Frau Weber frunce la nariz y chifla entre dientes una orden seca que
los calla a todos. Sin alterar el gesto levanta un brazo, tira de una cadena a su lado y la
chimenea de la locomotora, a su espalda, deja de expulsar una humareda verde. Cross
sigue a la última voluta ascendiendo más allá de la potente lámpara que cuelga de una
viga enorme. No hay techo. La estancia se prolonga en un túnel que asciende cubierto
por grandes tubos y mangueras. Muy lejos, entre nubes de vapor, Cross descubre puentes
colgantes, pájaros y la cubierta de cristal de un invernadero. Sabe que si se empeña
mucho, todavía puede creer que es la jaqueca, así que se empeña y deja de mirar.
Sudando frío, baja la vista a la mujer. Frau Weber está cerrando unos interruptores de un
panel de mandos con la mano que no acaricia al gato.
―Todo lo que pasa aquí deja su huella en mi despacho, señor Cross ―dice mientras
trabaja―. Yo registro, controlo y determino cada cosa. Le solicito que se ocupe tan solo
del asunto del próximo vagón. Para eso tiene carta blanca. De todo lo demás me ocupo
yo. ¿Lo he dejado claro?
―Discúlpeme Frau Weber, pero, con todo el respeto, yo respondo ante mis directores, no
ante usted.
Frau Weber se detiene y mira a Cross en silencio. Baja el monóculo y se inclina
ligeramente apoyando el pechamen al borde del púlpito. “Malo”, piensa Cross sin saber
por qué.
―Respeto la independencia de su departamento, señor Cross. Y estoy de acuerdo con la
filosofía de sus jefes de no ceder a ninguna presión. Ahora, hágame el favor de mirar el
escudo que hay frente a usted.
Nada más hacerlo, Cross repara en un discreto número II, dorado. ”¡Imbécil!”, se dice.
Cierra los ojos. ¿Por qué no lo han avisado de que en el tren viaja el número II? “¿El jefe
de tren?… ¡Es la jodida consejera delegada!”. La jefa de sus jefes. Está en el despacho de
la mítica directora del servicio secreto de la Compañía. En la chapa dorada y azul que
Cross guarda en su bolsillo -lo más parecido que tiene a un despacho- viene tallado su
puesto en el escalafón, XXXVI.
―Discúlpeme, Frau Weber… no sabía… ―dice Cross clavando la mirada en el suelo
polvoriento.
―Disculpa aceptada ―interrumpe la directora―. No podía usted saberlo señor Cross.
No debía. Es información reservada, pero hoy…
Frau Weber se detiene un instante cuyo silencio llenan los susurros y los gorgoteos de las
tuberías. Cuando sigue hablando lo hace con una voz más suave.
―Habrá notado ya que éste es el más especial de todos los trenes de la Compañía, señor
Cross. Su trabajo aquí es aclararme qué ha pasado en el siguiente vagón, donde va a
conducirlo Morgan. Necesito informes periódicos cada media hora y una respuesta
definitiva antes de cinco horas y cuarenta y siete minutos. Entonces tendré que dar parte
a la autoridad. Silbe si necesita ayuda .
Blaise Cross, bracero de la división de investigación de la Compañía, sólo puede hacer
una cosa si quiere conservar su empleo.
―Como usted diga, Frau Weber ¿Qué le parece apropiado que silbe?
―Lo que usted desee, señor Cross. Espero un buen trabajo. Quedo a su disposición.
Media hora entre informes. Retírese.
El terremoto que entra por la puerta abierta que le sujeta Morgan confirma el fin de la
entrevista. Cross ya tiene un pie fuera cuando decide, contra su voluntad y sentido
común, que tiene que girarse para echar una última mirada. Al hacerlo descubre a Frau
Weber moviendo velozmente una manivela con la mano derecha y abriendo una llave
con la izquierda. Silba hacia una trompetilla. Cross elige no mirar lo que la jefa del tren
podría estar haciendo allá arriba con sus borrosas, le parecen a ojo, seis manos más. Se
da la vuelta y cierra despacito.
“Un tren especial”, piensa.
―Señor Cross ―Una simpática trompetilla plateada le habla con acento metálico
alemán y aliento a manzana. Cross se lleva las manos a la jaqueca.
― ¿Si? ―responde.
―No saber nada es el requisito para descubrirlo todo. No desaproveche el conocimiento
de su ignorancia. Es una habilidad muy útil en su situación. Buenas noches. No dude en
silbar si me necesita…
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